El titeretero

Es para darles con el gusto que les confieso que yo, Edward Pabst , soy un enfermo mental. Una especie de virus que, por placer, infecta la verdad y manipula a diestra y siniestra corazones y cabezas.
Es meramente por mi incapacidad de encontrar en la realidad suficientes estímulos, que me alejo de ella. No por ser débil como para soportarla, sino por ser demasiado fuerte. Y es precisamente en esta fuerza que reside mi dolencia. Dolencia que distraigo hundiéndome en la laboriosa y eterna tarea convertir a quienes me rodean, en personajes de mis guiones dramáticos. Así me entretengo, cual dramaturgo en el estreno de su obra, al ver como se desarrolla la trama de la historia que les he inventado. Historia en la que todos son personajes principales y secundarios a la vez. Excepto por mi mismo que, por puro egocentrismo y egolatría, encuentro la forma de situarme siempre en el centro, cual maestro de ceremonia.
Para quien se compromete en dicha tarea, no existe peor afrenta, ni arma que le sea mas efectiva usada en contra, que la total indiferencia. Bien dijo Oscar Wilde: "Solo hay una cosa peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti...". Pero una vez que se prueba el excitante néctar de interpretar -inconscientemente- mis libretos, no se puede ya abandonar el estilo de vida que he propuesto. Después de sujetarse a lo que uno cree firme para no ser arrancado del suelo por una tormenta de pasiones digna de la tragedia griega, uno se sentiría vacío viviendo una vida común. Superfluo... como si levitase por encima del mundo, incapaz de sentir el contacto con la tierra. La solución sería matarme. Debería, por el bien de todos, ser aniquilado. El problema es que esta, mi locura, es mi secreto. Y así como un loco jamas reconocerá su locura, los títeres de mi obra, jamás se moverán por si solos. Su necesidad de quien los mueva se iguala a mi necesidad escribirles el guión para que pueda yo escapar de la realidad. Así formamos esta relación de quid pro cuo, en la que juntos, completamos la obra de la vida.

El adiós


Sintió que era el adiós. Sabía que la trama llegaba a su fin, pero aún no había comprendido la historia. Como si al sentarse en un teatro bajaran el telón justo un momento después de haberlo levantado. Pensó en aquel breve momento en que se anticipó a la historia. Aquel segundo en que, al mirarla, sintió el pecho expandirse con la alegría de estar vivo. Segundo en que sintió la felicidad crecer con una presión incontenible en el estomago, y se supo enamorado. Fue un instante fugaz que vio transcurrir sumergido en la sensación de ser uno con el universo, de ser una persona completa. Estaba claro que desde ese momento en adelante, las cosas solo podían empeorar. Las cosas jamas volverían a ser tan hermosas como aquel momento en que podía existir enamorado de ella sin que nada importase y sin que ninguna complicación se interponga entre ellos.

Hoy la vida lo dibujaba encerrado en la oscuridad su cuarto. Mirando aquella pantalla que le permitió vivir esta efímera historia de amor. Supo que esta era su cárcel, y su carcelero era el vacío que había dejado el adiós de la noche anterior. Pensó en el mundo que, fuera de su prisión, continuaba inmutable. Escruto la penumbra buscando en vano la ventana, que sabía que debía de estar en algún lugar de por ahí. Pensó en abrirla para dejar entrar la gloria de un nuevo día. Imaginó que al abrirla entraría, con la luz, la restauradora esencia de la naturaleza, la belleza del mundo. Entonces volvió a pensar en ella, y recordó que ella también estaba allá fuera. Y abrir la ventana sería dar paso a la posibilidad -tal vez infinitamente improbable- de que también ella vuelva a entrar en su vida. Perdiendo los pocos ánimos que le habían dado la idea de contemplar el mundo que ama, pensó que aún no era momento de volverse a encontrar con la realidad. Se acomodo en la celda que lo privaba del mundo y sintiéndose acogido por la protección que esta le brindaba pensó que intentaría reencontrarse el mundo mas adelante.

El profeta, el pájaro y la red

Cuenta una tradición israelita que un profeta pasó junto a una red tendida; un pajaro que estaba allí cerca le dijo:
- Profeta del señor, ¿en tu vida has visto un hombre tan simple como el que tendió esa red para cazarme, a mi que la veo?
El profeta se alejó. A su regreso, encontró al pájaro preso en la red.
- Es extraño -exclamó-. ¿No eras tú quien hace un rato decías tal y tal cosa?
-Profeta -replicó al pájaro-, cuando el momento señalado llega no tenemos ya ojos ni orejas.

Ah'med Et Tortuchi, Siradj el Moluk

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